Hace
más de diez años escribí algo sobre el caso de Ezequiel Demonty,
primero en una monografía para la Maestría en Criminología que
cursaba, y luego lo incluí en mi tesis, que titulé: “El dolor
como política de tratamiento. El caso de los jóvenes adultos presos
en cárceles federales”:
En
la madrugada del sábado 14 de setiembre de 2002, unos quince
integrantes de la Policía Federal dirigida por el hoy procesado
comisario Roberto Giacomino, en cuatro patrulleros, incluyendo un
móvil que cumplía funciones de prevención
contratado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, detuvieron
ilegalmente a tres jóvenes pobres de 19, 18 y 14 años que buscaban
un remís, les pegaron, les robaron sus pocos pesos, y los tiraron al
Riachuelo, al grito de “Nadá, nadá”. Dos tuvieron la fortuna de
salir. Ezequiel Demonty quedó en el fondo del agua podrida, y murió
ahogado. Su nombre, junto a los de Omar Carrasco, José Luis Cabezas,
María Soledad Morales, Walter Bulacio y tantísimos otros, se
transformó en un emblema adoptado por familiares, barriadas,
colegios, equipos de fútbol, grupos musicales. A partir de cada una
de esas muertes se produjeron cambios profundos. Se terminó con el
Servicio Militar Obligatorio, con el poder de un empresario oscuro y
enigmático, con una dinastía provincial de tipo feudal, con los
edictos policiales…
La
pregunta es acerca del porqué esas vidas debieron ofrendarse en un
sacrificio gratuito, para que recién entonces la sociedad
considerara necesario hacer determinados cambios, o controlar el
accionar de sus fuerzas armadas y de seguridad. Descubren, las
instituciones y la comunidad en conjunto, que no hay un solo Omar
Carrasco, o Ezequiel Demonty, pero después de sus muertes. Cientos
de jóvenes fueron humillados, golpeados o asesinados durante la
vigencia del Servicio Militar Obligatorio, y poco después de la
muerte de Demonty, brotaron testimonios acerca de la costumbre de la
Federal de tirar jóvenes al Riachuelo, a modo de diversión,
venganza o escarmiento. En uno y otro caso, nuevamente se escucha a
funcionarios públicos aclarar que los responsables son manzanas
podridas,
casos
aislados,
enfermos
mentales,
que tanto mal le hacen a la institución, mayoritariamente conformada
por individuos nobles y respetuosos de la ley. Giacomino fue echado
por corrupto, no por conducir una fuerza que asesina muchachos
tirándolos al río.
Sin
embargo –y el caso de Ezequiel Demonty es transparente en este
sentido-, cada una de las vejaciones producidas por miembros de los
cuerpos de seguridad requiere necesariamente de la complicidad de
compañeros, superiores e inferiores de quien los comete. Y de cada
uno de los que los conocen y callan. En cuanto a las víctimas y sus
familias y amigos, lo que impera es el terror a denunciar, porque
conocen que la impunidad reina, y que las represalias pueden ser
brutales. Abundan los testimonios acerca de los escuadrones de la
muerte que operan hace años en el Conurbano, pero fue necesario que
murieran decenas de chicos en extraños procedimientos, para que se
iniciara una investigación más o menos seria, aunque las muertes se
siguen produciendo. Los apremios ilegales y las torturas en las
cárceles provinciales y federales son cotidianos, pero según un
informe de la Procuración General de la Nación,1
de mil trescientos cincuenta denuncias presentadas en el año 2000 y
el primer semestre de 2001 en los Juzgados de Instrucción de la
Capital Federal, por apremios ilegales y privaciones ilegales de la
libertad, solo
hubo una condena.
Del
mismo modo que las flexiones hasta el desfallecimiento en el Servicio
Militar, los chapuzones en el Riachuelo, o los ingresos a patadas en
las casas de cartón; los golpes y el maltrato en los lugares de
detención se terminan aceptando, normalizándolos.
Un joven, al que se le explicaban sus derechos, ejemplificando con un
“nadie
puede pegarte, ni tratarte mal”,
respondía, como si de un hecho de la naturaleza se tratara: “Ah,
bueno, pero, acá te pegan todo el tiempo”.
Un momento antes, se le había preguntado si tenía algún reclamo
que hacer, y había dicho que no. Es decir, además
de que cotidianamente le pegan, lo maltratan y lo humillan, no le
parece que tenga que reclamar nada.2
67: Nos pegan golpes, palazos. En el último bondi3, al otro día aparecimos todos doblados en las celdas, un par tenía perdigones en las piernas. ¿Malos tratos verbales? Eso sí, siempre.4
Evidentemente,
esta normalidad no lo es solo para las víctimas, sino también para
los que aplican la violencia:
Existen
múltiples lecturas de la violencia de las burocracias penales. Es
considerada, en algunos análisis, como un resultado de la
imperfección de las leyes penales que la propician o la toleran;
otros la toman como un producto del funcionamiento defectuoso de las
agencias del sistema penal en tanto burocracias; finalmente, otros
más la ven como una derivación de la perversidad individual de
algunos de sus agentes. Desde nuestra perspectiva, antes que todo
eso, la violencia institucional debe ser analizada como un elemento
que forma parte de las pautas culturales del mundo penal, que no
resulta ni ajena ni extraña a sus agentes, que forma parte de su
lógica de acción, y que estructura muchas de las prácticas de las
agencias del sistema penal. En una palabra, en las burocracias
penales ciertas formas violentas de intervención forman parte del
orden natural de las cosas.5
Años
después, en setiembre de 2009 , mientras trabajaba en una
dependencia del Estado, escribí algo sobre Jonathan Lezcano, que
llamé “La libretita de Jonathan”:
La historia de las Madres
de Plaza de Mayo es la de mujeres que recorrían comisarías,
juzgados y fiscalías, despachos oficiales. En todos y cada uno de
esos sitios preguntaban por sus hijos. Solo las mantenía firmes la
desesperación, porque desde hacía un día, dos meses o tres años
que no sabían nada sobre ellos.
Las
respuestas en cada una de esas oficinas era el silencio, las promesas
falsas, en ocasiones el pedido de dinero para prolongar más la
agonía vestida de esperanza. A veces se les respondía señora,
su hijo se quiso fugar; señora, su hijo era un delincuente
subversivo que estaba por poner una bomba; señora, no hubo otra
alternativa; señora, no la busque más, y a su nieto tampoco.
Esas mujeres, se sabe,
siguieron buscando, y anotaron con paciencia minuciosa cada uno de
sus pasos, construyendo la historia que luego leeríamos.
Muchos
años después, una madre exhibe una libretita prolija, a la que
llama la
libretita de Jonathan.
Allí,
con trazo cuidadoso, su mamá anota nombres, teléfonos y
direcciones. Por ejemplo, los de la jueza del Juzgado Nacional de
Menores Nº 5 y sus empleadas, sobre todo ésa que le preguntaba,
cuando ella pedía una solución para su hijo, porque temía perderlo
sumido en la noche del paco o por una bala policial: Pero
señora, usted no entiende lo que le digo? Usted tiene obra social,
el Estado no puede gastar plata en su hijo!
Jonathan,
de sobrenombre Kiki,
era difícil como todo adolescente de 17 años, y más todavía
porque consumía drogas en exceso, había abandonado el colegio,
necesitaba ayuda que su familia buscó una y otra vez.
En la libreta están
anotados los nombres de los empleados y empleadas de la Obra Social
de la Ciudad de Buenos Aires (ObSBA). Solo le proponían cubrir una
parte de los 3000 pesos mensuales que cuesta un tratamiento. La otra
parte era imposible pagarla para una familia humilde con siete hijos.
Entonces, lo mandaron a una clínica neuropsiquiátrica, confundiendo
consumo adolescente con locura. Allí ella lo iba a ver, en uno de
sus peregrinajes más dolorosos, todos los martes y jueves, para
encontrarlo babeando, pidiéndole por favor que lo saque de allí,
donde estaba aislado y solo. El mismo diagnóstico hizo un psiquiatra
piadoso, y después de un mes finalmente pudo volver a su casa.
Cuando
el Estado Social no está, aparece el Estado Penal. En el caso de
JonatIhan Ezequiel Lezcano, el Kiki,
a través de la policía federal. En el mes de marzo, el oficial de
la Comisaría 52 Mario Ramón Chávez, al que apodan el
Indio,
golpeó la puerta de los Lezcano, pidió por su madre, y le dijo que
lo cuidara, que sería
una pena que le pase algo. Poco
después, en abril, otros policías de la misma dependencia lo
detuvieron y lo golpearon hasta hacerlo sangrar, porque lo vieron en
actitud
sospechosa
en una esquina de su propio barrio de Villa Lugano. Su madre llevó
las fotos al juzgado de menores 5, donde aparentemente nadie entendió
que esas fotos obligaban a hacer una denuncia. Los golpes a los
jóvenes, propinados por la policía, parecen parte de una costumbre
que ése y otros juzgados no pueden, no saben o no quieren combatir.
El
7 de julio, mientras conversaba con su primo Sergio (19) y su amigo
Ezequiel Blanco (25) en un pasillo del barrio, se acercaron dos
policías. Uno le dijo “Una
vez sí, pero dos no, Kiki. Voy a ser tu sombra”,
y el otro le sacó una foto con su celular. Un día después,
Jonathan Lezcano y Ezequiel Blanco se tomaron un remise, prometieron
volver en una hora, y desaparecieron.
La mamá de Kiki llenó
su libretita con los nombres y las direcciones que recorrió durante
dos meses: juzgados, fiscalías, comisarías, organismos públicos.
Imprimió fotos, hizo carteles, fue a Missing Children. La foto de
Kiki, sonriente, apareció en programas de televisión y diarios.
Mientras todo esto sucedía, Jonathan Ezequiel Lezcano y Ezequiel
Blanco estaban muertos. Los había matado un policía federal el
mismo 8 de julio en el que Jonathan se despidió de su mamá
diciéndole “me voy a ver a mi chica”.
El hecho fue caratulado
como “Robo de automotor” -carátula judicial que describe qué es
lo importante: el supuesto intento de robar un auto, no la muerte de
dos jóvenes-, en el Juzgado de Instrucción Nro. 49 a cargo de
Facundo Cubas. Rápidamente, el juez resolvió liberar al policía
que supuestamente se defendió del intento de robo matando con dos
balazos a Ezequiel y con un balazo a Jonathan.
Mientras María Angélica
Urquiza, la mamá de Jonathan, llenaba su libreta y gastaba lágrimas
y súplicas en oficinas inclementes, el cuerpo de su hijo se enfriaba
en la morgue. Luego lo enterraron como NN. En la ciudad de Buenos
Aires, con su foto publicada en la página de Missing Children, la
denuncia de la desaparición realizada, sus datos registrados en el
Registro Nacional de Niños y Adolescentes desaparecidos, el juez
Cubas ordenó que entierren a ese chico como un NN.
Finalmente,
el 14 de setiembre, y cuando la mamá de Jonathan fue a preguntar qué
novedades había en la Fiscalía 44, donde había denunciado el
hostigamiento de los policías de la Comisaría 52, le dijeron que su
hijo estaba fallecido,
y la mandaron al Juzgado de Instrucción 49. Allí escribieron en un
papelito verde: Morgue
Judicial. Junín 760 cadaver nº 1563/09 (Jonathan Ezequiel Lezcano)
cadáver nº 1562/09 (Nelson Ezequiel Blanco)
En
la Morgue, un empleado leyó el nombre de Jonathan en el papelito, y
dijo “No,
no, a éste ya lo enterramos el viernes como NN, el otro está a
punto de salir”.
Desaparecido,
muerto, enterrado como NN. La mamá de Jonathan anota, y pregunta por
qué no lo detuvieron, si había cometido un delito. Por qué, una
vez muerto, no la dejaron velarlo. Habrá que volver a leer la
historia como presente, para intentar responder esas preguntas
desesperadas.
Hoy,
octubre de 2014, siento que Luciano se resume en Ezequiel y Jonathan.
1
Virginia Messi, “Casi
todas las denuncias penales por torturas
terminan
en la nada”, Clarín,
14 de enero de 2002.
2En
el marco de la Investigación realizada por la Procuración
Penitenciaria y el Instituto de Investigaciones Gino Germani ya
citada, una de las preguntas era “¿Te
sometieron a malos tratos?”
En muchas ocasiones, cuando explicitábamos a qué nos referíamos
con “malos tratos”, los jóvenes encuestados se asombraban de
que los insultos, humillaciones, y las requisas violentes, además
de las palizas, estuvieran incluidos en la definición, con
respuestas del tipo: “Ah,
eso sí, todo el tiempo”,
o “Eso
sí, normalmente”
Quedó claro, para los investigadores que, si no se hubiera hecho
esa aclaración, las respuestas solo habrían considerado como
“maltrato” las violencias físicas más brutales, pero no los
golpes cotidianos, o la violencia verbal, aceptados como normales,
y hasta aceptables.
3
Se refiere al último conflicto ocurrido en el pabellón.
4Daroqui
y otros, op. cit.
5
Josefina Martínez, op. cit., pág. 261.
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