lunes, 20 de octubre de 2014

Ezequiel, Jonathan, Luciano




Hace más de diez años escribí algo sobre el caso de Ezequiel Demonty, primero en una monografía para la Maestría en Criminología que cursaba, y luego lo incluí en mi tesis, que titulé: “El dolor como política de tratamiento. El caso de los jóvenes adultos presos en cárceles federales”:

En la madrugada del sábado 14 de setiembre de 2002, unos quince integrantes de la Policía Federal dirigida por el hoy procesado comisario Roberto Giacomino, en cuatro patrulleros, incluyendo un móvil que cumplía funciones de prevención contratado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, detuvieron ilegalmente a tres jóvenes pobres de 19, 18 y 14 años que buscaban un remís, les pegaron, les robaron sus pocos pesos, y los tiraron al Riachuelo, al grito de “Nadá, nadá”. Dos tuvieron la fortuna de salir. Ezequiel Demonty quedó en el fondo del agua podrida, y murió ahogado. Su nombre, junto a los de Omar Carrasco, José Luis Cabezas, María Soledad Morales, Walter Bulacio y tantísimos otros, se transformó en un emblema adoptado por familiares, barriadas, colegios, equipos de fútbol, grupos musicales. A partir de cada una de esas muertes se produjeron cambios profundos. Se terminó con el Servicio Militar Obligatorio, con el poder de un empresario oscuro y enigmático, con una dinastía provincial de tipo feudal, con los edictos policiales…
La pregunta es acerca del porqué esas vidas debieron ofrendarse en un sacrificio gratuito, para que recién entonces la sociedad considerara necesario hacer determinados cambios, o controlar el accionar de sus fuerzas armadas y de seguridad. Descubren, las instituciones y la comunidad en conjunto, que no hay un solo Omar Carrasco, o Ezequiel Demonty, pero después de sus muertes. Cientos de jóvenes fueron humillados, golpeados o asesinados durante la vigencia del Servicio Militar Obligatorio, y poco después de la muerte de Demonty, brotaron testimonios acerca de la costumbre de la Federal de tirar jóvenes al Riachuelo, a modo de diversión, venganza o escarmiento. En uno y otro caso, nuevamente se escucha a funcionarios públicos aclarar que los responsables son manzanas podridas, casos aislados, enfermos mentales, que tanto mal le hacen a la institución, mayoritariamente conformada por individuos nobles y respetuosos de la ley. Giacomino fue echado por corrupto, no por conducir una fuerza que asesina muchachos tirándolos al río.
Sin embargo –y el caso de Ezequiel Demonty es transparente en este sentido-, cada una de las vejaciones producidas por miembros de los cuerpos de seguridad requiere necesariamente de la complicidad de compañeros, superiores e inferiores de quien los comete. Y de cada uno de los que los conocen y callan. En cuanto a las víctimas y sus familias y amigos, lo que impera es el terror a denunciar, porque conocen que la impunidad reina, y que las represalias pueden ser brutales. Abundan los testimonios acerca de los escuadrones de la muerte que operan hace años en el Conurbano, pero fue necesario que murieran decenas de chicos en extraños procedimientos, para que se iniciara una investigación más o menos seria, aunque las muertes se siguen produciendo. Los apremios ilegales y las torturas en las cárceles provinciales y federales son cotidianos, pero según un informe de la Procuración General de la Nación,1 de mil trescientos cincuenta denuncias presentadas en el año 2000 y el primer semestre de 2001 en los Juzgados de Instrucción de la Capital Federal, por apremios ilegales y privaciones ilegales de la libertad, solo hubo una condena.
Del mismo modo que las flexiones hasta el desfallecimiento en el Servicio Militar, los chapuzones en el Riachuelo, o los ingresos a patadas en las casas de cartón; los golpes y el maltrato en los lugares de detención se terminan aceptando, normalizándolos. Un joven, al que se le explicaban sus derechos, ejemplificando con un “nadie puede pegarte, ni tratarte mal”, respondía, como si de un hecho de la naturaleza se tratara: “Ah, bueno, pero, acá te pegan todo el tiempo”. Un momento antes, se le había preguntado si tenía algún reclamo que hacer, y había dicho que no. Es decir, además de que cotidianamente le pegan, lo maltratan y lo humillan, no le parece que tenga que reclamar nada.2

67: Nos pegan golpes, palazos. En el último bondi3, al otro día aparecimos todos doblados en las celdas, un par tenía perdigones en las piernas. ¿Malos tratos verbales? Eso sí, siempre.4

Evidentemente, esta normalidad no lo es solo para las víctimas, sino también para los que aplican la violencia:


Existen múltiples lecturas de la violencia de las burocracias penales. Es considerada, en algunos análisis, como un resultado de la imperfección de las leyes penales que la propician o la toleran; otros la toman como un producto del funcionamiento defectuoso de las agencias del sistema penal en tanto burocracias; finalmente, otros más la ven como una derivación de la perversidad individual de algunos de sus agentes. Desde nuestra perspectiva, antes que todo eso, la violencia institucional debe ser analizada como un elemento que forma parte de las pautas culturales del mundo penal, que no resulta ni ajena ni extraña a sus agentes, que forma parte de su lógica de acción, y que estructura muchas de las prácticas de las agencias del sistema penal. En una palabra, en las burocracias penales ciertas formas violentas de intervención forman parte del orden natural de las cosas.5


Años después, en setiembre de 2009 , mientras trabajaba en una dependencia del Estado, escribí algo sobre Jonathan Lezcano, que llamé “La libretita de Jonathan”:


La historia de las Madres de Plaza de Mayo es la de mujeres que recorrían comisarías, juzgados y fiscalías, despachos oficiales. En todos y cada uno de esos sitios preguntaban por sus hijos. Solo las mantenía firmes la desesperación, porque desde hacía un día, dos meses o tres años que no sabían nada sobre ellos.

Las respuestas en cada una de esas oficinas era el silencio, las promesas falsas, en ocasiones el pedido de dinero para prolongar más la agonía vestida de esperanza. A veces se les respondía señora, su hijo se quiso fugar; señora, su hijo era un delincuente subversivo que estaba por poner una bomba; señora, no hubo otra alternativa; señora, no la busque más, y a su nieto tampoco.

Esas mujeres, se sabe, siguieron buscando, y anotaron con paciencia minuciosa cada uno de sus pasos, construyendo la historia que luego leeríamos.

Muchos años después, una madre exhibe una libretita prolija, a la que llama la libretita de Jonathan. Allí, con trazo cuidadoso, su mamá anota nombres, teléfonos y direcciones. Por ejemplo, los de la jueza del Juzgado Nacional de Menores Nº 5 y sus empleadas, sobre todo ésa que le preguntaba, cuando ella pedía una solución para su hijo, porque temía perderlo sumido en la noche del paco o por una bala policial: Pero señora, usted no entiende lo que le digo? Usted tiene obra social, el Estado no puede gastar plata en su hijo!

Jonathan, de sobrenombre Kiki, era difícil como todo adolescente de 17 años, y más todavía porque consumía drogas en exceso, había abandonado el colegio, necesitaba ayuda que su familia buscó una y otra vez.

En la libreta están anotados los nombres de los empleados y empleadas de la Obra Social de la Ciudad de Buenos Aires (ObSBA). Solo le proponían cubrir una parte de los 3000 pesos mensuales que cuesta un tratamiento. La otra parte era imposible pagarla para una familia humilde con siete hijos. Entonces, lo mandaron a una clínica neuropsiquiátrica, confundiendo consumo adolescente con locura. Allí ella lo iba a ver, en uno de sus peregrinajes más dolorosos, todos los martes y jueves, para encontrarlo babeando, pidiéndole por favor que lo saque de allí, donde estaba aislado y solo. El mismo diagnóstico hizo un psiquiatra piadoso, y después de un mes finalmente pudo volver a su casa.

Cuando el Estado Social no está, aparece el Estado Penal. En el caso de JonatIhan Ezequiel Lezcano, el Kiki, a través de la policía federal. En el mes de marzo, el oficial de la Comisaría 52 Mario Ramón Chávez, al que apodan el Indio, golpeó la puerta de los Lezcano, pidió por su madre, y le dijo que lo cuidara, que sería una pena que le pase algo. Poco después, en abril, otros policías de la misma dependencia lo detuvieron y lo golpearon hasta hacerlo sangrar, porque lo vieron en actitud sospechosa en una esquina de su propio barrio de Villa Lugano. Su madre llevó las fotos al juzgado de menores 5, donde aparentemente nadie entendió que esas fotos obligaban a hacer una denuncia. Los golpes a los jóvenes, propinados por la policía, parecen parte de una costumbre que ése y otros juzgados no pueden, no saben o no quieren combatir.

El 7 de julio, mientras conversaba con su primo Sergio (19) y su amigo Ezequiel Blanco (25) en un pasillo del barrio, se acercaron dos policías. Uno le dijo “Una vez sí, pero dos no, Kiki. Voy a ser tu sombra”, y el otro le sacó una foto con su celular. Un día después, Jonathan Lezcano y Ezequiel Blanco se tomaron un remise, prometieron volver en una hora, y desaparecieron.

La mamá de Kiki llenó su libretita con los nombres y las direcciones que recorrió durante dos meses: juzgados, fiscalías, comisarías, organismos públicos. Imprimió fotos, hizo carteles, fue a Missing Children. La foto de Kiki, sonriente, apareció en programas de televisión y diarios. Mientras todo esto sucedía, Jonathan Ezequiel Lezcano y Ezequiel Blanco estaban muertos. Los había matado un policía federal el mismo 8 de julio en el que Jonathan se despidió de su mamá diciéndole “me voy a ver a mi chica”.

El hecho fue caratulado como “Robo de automotor” -carátula judicial que describe qué es lo importante: el supuesto intento de robar un auto, no la muerte de dos jóvenes-, en el Juzgado de Instrucción Nro. 49 a cargo de Facundo Cubas. Rápidamente, el juez resolvió liberar al policía que supuestamente se defendió del intento de robo matando con dos balazos a Ezequiel y con un balazo a Jonathan.

Mientras María Angélica Urquiza, la mamá de Jonathan, llenaba su libreta y gastaba lágrimas y súplicas en oficinas inclementes, el cuerpo de su hijo se enfriaba en la morgue. Luego lo enterraron como NN. En la ciudad de Buenos Aires, con su foto publicada en la página de Missing Children, la denuncia de la desaparición realizada, sus datos registrados en el Registro Nacional de Niños y Adolescentes desaparecidos, el juez Cubas ordenó que entierren a ese chico como un NN.

Finalmente, el 14 de setiembre, y cuando la mamá de Jonathan fue a preguntar qué novedades había en la Fiscalía 44, donde había denunciado el hostigamiento de los policías de la Comisaría 52, le dijeron que su hijo estaba fallecido, y la mandaron al Juzgado de Instrucción 49. Allí escribieron en un papelito verde: Morgue Judicial. Junín 760 cadaver nº 1563/09 (Jonathan Ezequiel Lezcano) cadáver nº 1562/09 (Nelson Ezequiel Blanco)

En la Morgue, un empleado leyó el nombre de Jonathan en el papelito, y dijo “No, no, a éste ya lo enterramos el viernes como NN, el otro está a punto de salir”.

Desaparecido, muerto, enterrado como NN. La mamá de Jonathan anota, y pregunta por qué no lo detuvieron, si había cometido un delito. Por qué, una vez muerto, no la dejaron velarlo. Habrá que volver a leer la historia como presente, para intentar responder esas preguntas desesperadas.

Hoy, octubre de 2014, siento que Luciano se resume en Ezequiel y Jonathan.


1 Virginia Messi, “Casi todas las denuncias penales por torturas terminan en la nada”, Clarín, 14 de enero de 2002.
2En el marco de la Investigación realizada por la Procuración Penitenciaria y el Instituto de Investigaciones Gino Germani ya citada, una de las preguntas era “¿Te sometieron a malos tratos?” En muchas ocasiones, cuando explicitábamos a qué nos referíamos con “malos tratos”, los jóvenes encuestados se asombraban de que los insultos, humillaciones, y las requisas violentes, además de las palizas, estuvieran incluidos en la definición, con respuestas del tipo: “Ah, eso sí, todo el tiempo”, o “Eso sí, normalmente” Quedó claro, para los investigadores que, si no se hubiera hecho esa aclaración, las respuestas solo habrían considerado como “maltrato” las violencias físicas más brutales, pero no los golpes cotidianos, o la violencia verbal, aceptados como normales, y hasta aceptables.
3 Se refiere al último conflicto ocurrido en el pabellón.
4Daroqui y otros, op. cit.

5 Josefina Martínez, op. cit., pág. 261.

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