martes, 20 de septiembre de 2016

UN BELLO DÍA DE SOL

Me gusta mucho cuando las cosas suceden inesperadamente. 
Así que el domingo 18, temprano, me fui a Olivos, respondiendo a una convocatoria pública de Bruno Napoli, para transcribir textos de Osvaldo Bayer. Llegué, me encontré con otra gente en la puerta, nos recibió Ariel Pennisi, compartimos mates, y me puse a copiar el artículo que me asignó Bruno, escrito por Bayer cuando tenía 22 años, en 1949, un bello texto sobre Rilke. 

Busqué el mejor lugar para trabajar, donde me daba sol en la espalda, y copié, sonriendo y saboreando la belleza de lo que leía: 

"En mi mesa hay una manzana y un cuchillo. Una manzana roja. Completamente roja. No roja con vetas verdes, ni tampoco roja con vetas color té. Es roja, roja. La voy a tomar pero no llego a hacerlo. No puedo estar en Suabia. No podemos estar en Suabia. Allí no podría comer una manzana roja. No, allí son color pino. ¿Estaremos entonces en Baviera? ¡No! Allí son azules y gotean tinta azul. ¡En Tirol pues!... Tampoco, allí tienen forma de corazón y gusto a canela. Bajamos más, estaremos en Toscana. Imposible, allí son color verde tibio. Ya sé cómo solucionarlo, llamaré a mi madre y le preguntaré dónde estoy y de paso voy a mirar sus pantuflas y su delantal hecho harina. No... para eso tendría que prender cirios pascuales con clavos . Cirios, sí... pero clavos...!"

Un rato de transcripción, un rato de compartir otros textos, como este que Bayer publicó cuando cayó Batista en Cuba: 



Solo eso: estar ahí, armoniosamente reunida con gente a la que no conocía, copiando textos para un futuro libro que reúna la obra de Bayer, disfrutando de la hermosa mañana, esperando los choris y el vino, me hacía feliz. 




Pero cuando ya había terminado, y me puse al sol a revisar el texto con el original para ver si estaba todo en orden, escuché aplausos. Miré, y vi que era el propio Osvaldo Bayer al que habían traído. Los aplausos nuestros, y su aplauso a nosotrxs. No quise ser cholula, lo juro, pero justo se sentó al solcito, ahí donde yo estaba, y entonces me puse a conversar: le conté que estaba transcribiendo un texto suyo sobre Rilke, bellísimo, me dijo que era su poeta favorito; hablamos de fútbol, le pregunté de qué cuadro era (de Rosario Central) le pregunté si había jugado al fútbol, me dijo que sí, de centrofoward, le pregunté si era bueno, me dijo que no, que no metía ni un gol, y entonces lo mandaban a jugar de arquero, pero que una vez estaba atajando y el equipo contrario tiró un pelotazo que le pegó en la mano y entró, y entonces los de su propio equipo lo corrieron varias cuadras porque pensaron que se lo había dejado hacer, pero que no lo agarraron, le conté que mi hijo también era arquero (pero bueno). 

En un momento me dijo: 
Puedo decirte algo, no te vas a ofender?
 Nooo, qué?
Ese vestido te queda muy lindo
Ah! Me lo puse especialmente! 
Hiciste bien!

Brindamos, nos deseamos salud, conversamos, le leí un poema de Rilke del texto que había copiado, le conté de "Masacre en el Pabellón Séptimo", le prometí enviarle un ejemplar, después se acercó el resto, volvimos a brindar, se habló de todas las veces que lo echaron de pueblos, de trabajos, del país; dijo que lo hacía feliz estar con mujeres de ojos vivos y hombres de tan buen humor, nos reímos, volvimos a brindar, comimos choris.




 


Se fue, trabajamos un rato más, leímos algunas de sus cartas, nos reímos a carcajadas con sus ocurrencias.

Me fui, manejando con una sonrisa de felicidad que todavía no se me va.
Y de paso, pero no casualmente: el 18 de setiembre hubiera cumplido 97 años mi papá. Y mi papá me llevó a ver La Patagonia Rebelde en 1974, cuando yo tenía 11. 
El texto que transcribí terminaba así, y yo tuve que leerlo en voz alta para compartir su hermosura: 

"Volvamos a las luces. No a la luz, a las luces. ¡Qué fácil es! No se necesita tener un poeta en las manos ni tampoco muchachas con delantal blanco. A veces de tanto caminar se da con un camino de tierra por el cual se han olvidado de pasar los carros y los jinetes; es ahí donde medimos toda nuestra profundidad con los brazos abiertos. Miramos el cielo y mientras la tristeza nos abrocha los botines, reanudamos el paso llevando en nuestra mochila una voz que nos susurra una vieja canción.

Hay algo entonces que nos dobla hacia la tierra. Los dedos son de barro y el cielo es blanco con rayas grises. Estoy en un rincón de una oscura cervecería. La luz del crepúsculo juega con piezas amarillas en el vacío damero de las mesas. Mi llanto se hace suave como el de un niño. Una cara redonda me hace un mohín y me arroja perlas en las mejillas."

Ya en casa, agradecida y feliz, compartí esta canción: