miércoles, 15 de octubre de 2014

LOS OTROS LADOS

Entre mayo y junio de este año estuve en Barcelona. Un día andaba paseando por ahí con mi amiga Graciela, y nos fuimos al Museo del Ferrocarril, en Vilanova i la Geltrú. Encontré una convocatoria a un concurso de cuento y poesía, bajo el nombre "Cuentos del tren", y se me ocurrió presentarme. Escribí rápidamente un texto, lo mandé, y ahora me entero que no fui seleccionada. Pero a mí me gusta lo que me despertó escribir ese texto, así que lo publico aquí. 



Título: Los otros lados

Bernal, 1968.

Vivía en el Barrio Parque de Bernal, al sur del conurbano bonaerense, en una casa sin agua, salvo la que caía desde los techos cuando llovía y la que juntábamos en un antiguo bebedero para caballos, ubicado en el patio, un piso más abajo de donde vivía con mi madre docente, mi padre empleado público, y mi hermano seis años mayor., que me cobraba cada día el haber irrumpido en su plácido reinado de hijo, sobrino y nieto único. Para bañarnos íbamos a casa de mi abuela, que vivía a una cuadra y media de la nuestra. Allí había agua caliente y fría. Fluía de las canillas, no de los techos, y de una ducha que a mí me parecía igual a las de las películas. Cuando salía de la escuela, al mediodía, mi madre o mi hermano me llevaban a la casa de mi abuela, donde almorzaba y pasaba las tardes mirando novelas en la televisión desde la 1 hasta las 7. A esa hora mi mamá, que era docente y sindicalista, pasaba a buscarme. Lo que más me gustaba, además de ver novelas era ir al otrolado con mi abuela. Hasta los 8 o 9 años, creía que ese lugar al que me gustaba ir, que quedaba también en Bernal, pero cruzando las vías, y que familiarmente se anunciaba con un "vamos al otro lado", era un sitio que se llamaba Otrolado, más divertido y atractivo que el mío. El mío también se llamaba Bernal Este, porque limitaba con el inmenso Río de la Plata, al Este de la Argentina, pero a esas edades tempranas los puntos cardinales eran un misterio insondable para mí.

A mis 8 años nos mudamos a una casa ubicada en Bernal Oeste, y ahí terminé de entender que otrolado era el otro lado de las vías, donde estaba el centro de Bernal al que me gustaba ir porque había negocios y paseos que de mi lado no existían, y mi abuela siempre me compraba alguna chuchería. . El este y al oeste se configuraban con respecto al Río de la Plata, y a las vías del tren. De mi lado había bonitas casas bajas, con pequeños jardines y calles tranquilas. En ese Barrio Parque, mi casa era una excepción, una especie de injerto de otras épocas, medio venido abajo y harapiento en medio de un barrio encantador: no solo entraba agua cuando llovía en vez de salir de las canillas, sino que también circulaban algunas ratas por allí, paseando por sus techos antiguos, y en vez de puertas teníamos cortinas. Sin embargo, amaba esa casa, supongo que por cierto olor a tuco dominguero, por el recuerdo de fuentes gigantes llenas de frappe, una delicia romana que mi padre preparaba algunos días elegidos, y porque allí mi vida era jugar con las niñas de abajo, más pequeñas que yo, y intentar que mi hermano me dejara participar en sus juegos de guerra con sus amigos, donde siempre salía malherida, pero donde siempre intentaba volver a intentarlo.

El centro de Bernal constaba de una cuadra que nacía en la estación de tren, y duraba exactamente cien metros, hasta encontrarse con la calle Belgrano. En las cuatro esquinas de 9 de julio y Belgrano estaban la farmacia más importante, donde pesaba mis entonces pocos kilos, la panadería, la zapatería y la casa de electrodomésticos. Hacia el sur había algunos negocios de ropa, como Edu Sport, donde mi madre me compraba prendas básicas sin gracia alguna; la verdulería y carnicería; el Correo; el Banco Provincia donde cobraba su sueldo de maestra y el zapatero. Hacia el norte había una galería con algunos negocios de ropa, una mercería, la casa de fotografía donde todos los niños y niñas de Bernal posábamos para que luego nos colorearan los cachetes y nos pintaran los labios de más rojos y los ojos de más brillantes, y poco más.

A los 8 años, cuando nos mudamos a una casa con agua en cada una de sus canillas, y patio, y terraza, y un cuarto con puerta para mí sola, a unas siete cuadras de la estación del tren, entendí que el otrolado es un lugar incierto, que depende del lugar donde una esté parada, y que a partir de entonces, si decía "voy al otro lado", en realidad estaría indicando que iba al barrio de mi primera infancia. Sin embargo, jamás uso esa expresión para ninguna otra referencia que no sea la de origen: el otrolado fue siempre el imaginado en mi niñez, el que despertaba el deseo de cruzar fronteras y descubrir nuevos mundos.

Quilmes, 1975-1979

Bernal está separado de Quilmes por una estación de tren, y en mi vida, por el pasaje de la niñez a la adolescencia. En 1975 comencé la escuela secundaria, y cada día tenía que caminar tres cuadras hasta una avenida paralela a las vías, tomar el colectivo 98 rogando encontrarme con el chico que me gustaba y desencontrarme con el que me resultaba pesado, y viajar hasta Quilmes, donde estaba mi escuela, y donde vivían la mayoría de mis nuevas amigas. El mundo se ensanchó, y mis viajes en tren ahora se iniciaban en dos estaciones: la de Bernal, si eran en familia (pocos, a decir verdad) y la de Quilmes, cabecera del partido, cuando era sola o con amigos y amigas. Los quilmeños y quilmeñas, nos dicen los nacidos en otros sitios, somos un poco fanáticos de nuestro terruño. Puede ser. Quizá, aún los que somos descendientes de italianos y españoles, los que, como suele decirse, venimos de los barcos, nos sintamos deudores del coraje de nuestros antepasados nativos, los indios Kilmes. La historia que nos enorgullece habla de una comunidad que vivía en la provincia de Tucumán, en el noroeste del entonces virreinato del Río de la Plata, y que enfrentó con determinación a los conquistadores que venían del otro lado del mundo, con ansias de ocupación, con otros dioses y otra cultura impuesta por la fuerza. Los Kilmes resistieron con lo que tenían. Hasta que los sitiaron, y les impidieron el acceso al agua. Sin agua, fueron vencidos. Y luego, para completar el exterminio, los llevaron caminando desde aquel lugar hacia el sur, hasta llegar al Quilmes actual. En el camino, miles murieron por el cansancio, la sed y los golpes. La grafía de ese pueblo valiente pasó de la K a la Q y ese fue el origen de la ciudad donde nací.

Nos enorgullece también haber repelido desde la costa quilmeña al invasor inglés, en los comienzos del siglo XIX, una década antes de declararnos definitivamente independientes.
Quilmes es una ciudad futbolera, cervecera y ferroviaria. Quienes nacimos allí tenemos un poco de nuestro corazón, sino todo, con el Quilmes Athletic Club, el más antiguo club de fútbol de la Argentina; tomamos cerveza Quilmes desde que tenemos memoria alcohólica, y viajamos solos y solas en sus trenes desde los 13 o 14 años, para visitar a la familia que vive en alguna localida vecina, para ir a bailar, o al club, o al Museo de Ciencias Naturales de La Plata, o a la cancha, o para ir alcentro. Como el otrolado era mi lugar de fantasía a en la primera infancia, la adolescencia comenzó a construirse viajando alcentro. El centro, en realidad, era y es la Capital Federal. Allí nos encontrábamos con los cines, las librerías, los bares y las calles por donde deambular estrenando nuestra adolescencia. Había peligros, también. Un imbécil que se divertía mostrando su pene a las niñas. Oficinistas que alargaban sus manos impúdicas para tocarnos. Teníamos un mantra, que nos repetíamos: nunca viajar en un vagón vacío, no sentarse adelante de un tipo solo, buscar vagones donde haya mujeres, sentarse siempre del lado del pasillo, si vamos solas, para salir corriendo más fácil...Alguna llegada tarde a casa se justificó contando una razzia. En los días y noches de la dictadura impuesta en marzo de 1976, la más feroz que se desplegó en la Argentina, era habitual que jóvenes soldados conscriptos, armados hasta los dientes, se apostaran en las estaciones de trenes al mando de sus jefes militares, y revisaran a todos los que les resultaran sospechosos por jóvenes, o por temerosos, o por parecer desafiantes. Eran días de terror, y los vivíamos, quienes éramos un poco más jóvenes, con cierta inconciencia. Luego, mucho después, sabríamos que solo por el azar caprichoso de la suerte, no había sido uno de nosotros un caído y desaparecido para siempre en esas razzias de estación.

Retiro, diciembre de 1976

Volvíamos del primero de los tres campamentos escolares a los que fui en mi vida. El sitio se llamaba Las Juntas, y estaba en la provincia de Catamarca, en el límite con Tucumán. El mejor, el más maravilloso de los campamentos, donde hice amistades entrañables, en el que tomé aguardiente de una botella clandestina, donde forcé mis piernas para subir por sitios escarpados e inaccesibles, donde me enamoré por años de un chico de quinto año, yo que pasaba a tercero, donde comencé a forjar mi amor por la escritura y las crónicas, colándome con los más grandes en la revista de la escuela. Volvíamos en tren desde Catamarca después de casi un día de viaje, y cuando llegamos a la estación Retiro nos trepamos a los portaequipajes para que nuestros familiares no pudieran vernos. El tren ingresó lento a la estación, nosotros y nosotras acostados allí arriba, en un espacio mínimo y riéndonos en silencio, nuestros padres y madres asomándose impacientes, nuestros gritos, los suyos, algún reto. Mi madre, apurada porque los baños habían cerrado y venía aguantándose desde hacía un largo rato, la vuelta a Quilmes, veinte kilómetros al sur en un tren a esas horas desierto, pero la niña adolescente allí, peleando contra el apuro materno, prolongando esos días felices en abrazos, intercambio de teléfonos, entrega de recuerdos y promesas de amistad eterna.

Constitución, junio de 1978

¡¡¡Argentina campeón!!! El Mundial de Fútbol se jugó en casa, y el seleccionado argentino salió campeón. Los debates acerca de si era legítimo festejar un triunfo futbolero en el marco de una dictadura feroz nos eran ajenos en ese momento: después del último gol solo queríamos salir a festejar, encontrarnos con otros miles. En tiempos de silencio y miedo -una de las consignas de la dictadura, pretendidamente cuidadosas de nuestro sistema, era "El silencio es salud"-, juntarse con otros y otras para festejar era algo que no se podía despreciar. Tenía 14 años. En febrero de ese año me había afiliado a la Federación Juvenil Comunista, y aunque participaba activamente de esos debates en la escuela y en mi casa, solo quería salir a gritar y saltar con el resto. Le rogué a mi hermano que me llevara a los festejos, tanto hasta que al final accedió, y no sin resistir un rato, mi padre me dejó ir con él. Grave error. Salvé mi vida varias veces, de sucesivos peligros. El primero, cuando casi me caigo del tren, repleto de fanáticos que viajaban como nosotros al centro, para juntarse a cantar y saltar en el Obelisco, el punto de convocatoria de cada victoria futbolera. Tomamos el tren en Bernal, y ya venía repleto desde La Plata. En cada estación (Don Bosco, Wilde, Villa Domínico, Sarandí, Avellaneda, Hipólito Yrigoyen, Constitución, fin del recorrido. Letanía de las estaciones que se suceden y son memoria...) subían cientos de fanáticos más, y el tren no se expandía, por lo que los y sobre todo las más débiles íbamos siendo empujados de un lado al otro, hasta quedar peligrosamente cerca de caer a las vías. La segunda, cuando casi me aplastan contra la reja que cerraba una estación de subte. La tercera, de susto y desesperación, cuando me perdí de mi hermano entre cientos de miles de personas.

La Plata, enero a junio de 1980

Tenía que hacer el curso de ingreso en la Universidad Nacional de La Plata para ingresar a la Carrera de Periodismo, que solo se cursaba allí. Mis padres se habían separado, mi hermano se había casado, y mi madre y yo compartíamos un departamento frente a la plaza de la Estación de Quilmes. Desde el piso 11 veía llegar y salir los trenes. Cada mañana me levantaba a las 5, o 5.30, casi sin desayunar cruzaba corriendo la plaza y me trepaba al tren que una hora y media después me depositaba en La Plata, la ciudad universitaria repleta de estudiantes de todo el país y de Latinoamérica, una de las más castigadas por la represión militar. Las clases terminaban al mediodía, tiempo suficiente como para comer algo con mis compañeros de curso, tomar un taxi compartido entre cuatro hasta la estación del tren, y viajar hasta Bernal, donde trabajaba de 15 a 21 en una biblioteca pública. Jugábamos a las cartas en esos viajes en tren interminables, o resolvíamos juegos de ingenio que venían en el diario que nos pasábamos de mano en mano. A veces me dormía agotada, hasta que alguien me avisaba... llegaste nena, despertate! Entonces me bajaba en la estación de Bernal, caminaba a paso rápido tres cuadras hasta la casa de mi abuela, comía sus delicias sencillas, veía un rato la novela, y partía para la biblioteca, que quedaba a pocas cuadras de la estación de tren, pero del otro lado. Otra vez, como cuando era niña, el recorrido era desde un lado hacia el otro lado de las vías.

Constitución-Ingeniero Jacobacci, enero de 1982

Primer viaje de mochilera con mi amiga Graciela. Casi un día en tren, hacia el sur, con destino final en el Parque Nacional Los Alerces. Llevamos mochilas cargadas de latas de tomates, porotos, garbanzos, lentejas y arvejas. Frascos de champúes y acondicionadores, cremas para la cara y el cuerpo, mermeladas y aceitunas. Paquetes de yerba, azúcar, café, lentejas, fideos, arroz, galletitas dulces y saladas. Libros a granel. Cuadernos para escribir nuestros recuerdos. Mapas, calentadores, ollas, platos, sartenes, pavas, termos,, mates y bombillas. Ropa de verano e invierno. Y, por supuesto, una carpa y las bolsas de dormir. La carpa, prestada por mi amigo Gustavo, pesaba toneladas. Era una de las que usaban los militares, de tela gruesa, incómoda de cargar. Caminábamos encorvadas bajo el peso de nuestras mochilas. Mi madre recuerda esa imagen cada vez que nos ve juntas. Parecían hormiguitas caminando por la estación, no podían ni subir al tren, dice riendo a carcajadas. A lo largo de ese viaje maravilloso, nuestras mochilas se fueron vaciando, y encontraríamos amigos y amores con quienes compartir la carga, pero eso no lo sabíamos ese enero del '82, poco antes de que una guerra absurda volviera a llevarse a jóvenes de mi edad, en un sur más al sur del que nosotras disfrutaríamos esas vacaciones.

Barcelona-Roma, junio de 1990

La amiga mochilera ahora vivía en Barcelona. En febrero había fallecido mi padre. Arrasada por la tristeza, vendí unos pocos objetos de oro, recuerdos de mi infancia, y compré un pasaje. Me enamoré de y en Barcelona, pero igual decidí cumplir con uno de los objetivos de mi viaje: ir a ver el sitio donde había nacido mi padre, y de paso conocer otros lados. Me subí a varios trenes antes de llegar a Roma. Antes pasé por Toulouse, París, Milán, mirando con fascinación desde la ventanilla... Se jugaba otro Mundial, y esta vez lo viví de visitante, sufriendo sola en un bar milanés las definiciones por penales, y festejando como loca cuando Argentina llegó a semifinales, tocando bocina por las calles de Roma con mi primo Tito, a la sazón funcionario de la Embajada argentina. Me sentía dueña del mundo con mi Eurail Pass y las innumerables combinaciones que podía hacer. Un día estaba en Venecia, y lloraba emocionada ante tanta belleza. Otro día llegaba a Florencia, y de nuevo la emoción y el asombro que me llenaba los ojos. Caminando por Roma, me veía y veía los rasgos de mi familia en romanos y romanas. Pero siempre sentía la urgencia de volver, porque en Barcelona me esperaba mi amor recién estrenado. Los trenes en los que iba y venía -limpios, puntuales, ¡donde se podía hasta dormir!- me resultaban un lujo increíble, pero aún allí, disfrutando de sus comodidades y encantos, también extrañaba mis trenes, mis combinaciones conocidas: Quilmes-La Plata, Quilmes- Constitución. En 1990, hija de inmigrantes italianos perseguidos por el fascismo, eternos nostálgicos de la patria lejana, comencé a sentir por primera vez en carne propia lo que significa querer estar en varios lugares al mismo tiempo, extrañar uno cuando se está en el otro, dividir el cuerpo y el corazón, y confirmar que nunca, pero nunca, todo lo que se ama está de un solo lado.

Ramal que para, ramal que cierra, 1992

Alguna vez, en la Argentina fue presidente un hombre que hizo campaña prometiendo que con él llegaría la Revolución Productiva. Dos años después, frente a una medida de fuerza de trabajadores ferroviarios, dijo una frase lapidaria "ramal que para, ramal que cierra". Y así comenzó un genocidio social: esa promesa sí la cumplió, y entonces se cerraron ramales, y los trenes ya no llegaron a destino. Y los pueblos por donde pasaban, se fueron apagando. Y los trabajadores fueron echados, y con el trabajo perdieron su identidad, su orgullo de ser ferroviarios, sus espacios de encuentro colectivo, de lucha y de proyectos compartidos. Con las indemnizaciones algunos se compraron un auto, y trabajaron de choferes particulares. Otros instalaron tristes negocios donde no se hallaron nunca. Lo suyo eran los rieles, los ambos lados de las vías, las sirenas, el paisaje que nunca es el mismo. Las estaciones de tren se transformaron en centros culturales o en museos tristes. No mostraban un pasado para hacer posible hablar del presente, sino que mostraban lo que había sido, y por una decisión política inhumana y cruel, había dejado de ser. Trabajadores y viajeros debieron resignarse a ser otros en sus viajes y sus vidas. La tierra arrasada y la tristeza cubrieron de polvo las viejas estaciones de tren, silenciadas para siempre. Decenas de pueblos desaparecieron, como años antes habían desaparecido miles de personas en mi país inclemente.

Vuelve el tren, 2014

Un día leímos la noticia de que se restablecería un ramal, desde una ciudad importante hacia la otra. Después, llegaron vagones nuevos desde China. Preferiríamos que los hicieran nuestros trabajadores, pero la alegría de ver que un ramal muerto cobra vida, y que aquel destino borrado vuelve a estar en un mapa, y que otra vez hay ferroviarios en lucha, nos conforma. Los años de abandono y desidia se cobraron vidas, de modo directo, con tragedias ferroviarias, o de modo indirecto, con las muertes por accidentes en las rutas, repletas de autos y camiones, insuficientes para que por allí circule todo lo que los trenes no llevan, personas y carga.

De a poco, sin embargo, el tren vuelve. El hijo que tengo, que nació en 1992, el mismo año en que el presidente destructor de trenes pronunció su frase criminal, hizo su viaje iniciático al norte, allí mismo donde nacieron los Kilmes, en 2010, a sus 18 años.


Mi vida está asociada a los trenes. Los que usé y en los que canté, jugué, amé, besé, lloré, escribí. Los que me llevaron a conocer sitios de los que volví cargada de recuerdos, amor compartido, música en el aire. Volver al tren es hacer un viaje con otros y otras, juntar las monedas para ir al vagón comedor, o esperar al señor que pasa con los sánguches de jamón y queso. Bajar en una estación y quedarse allí, visitando un lugar desconocido, entender los lados del mundo de modo cercano y accesible. En esa esperanza de vuelta al tren estamos, allá, en mi país, al otrolado del Atlántico. 

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