Título:
Los otros lados
Bernal,
1968.
Vivía
en el Barrio Parque de Bernal, al sur del conurbano bonaerense, en
una casa sin agua, salvo la que caía desde los techos cuando llovía
y la que juntábamos en un antiguo bebedero para caballos, ubicado en
el patio, un piso más abajo de donde vivía con mi madre docente, mi
padre empleado público, y mi hermano seis años mayor., que me
cobraba cada día el haber irrumpido en su plácido reinado de hijo,
sobrino y nieto único. Para bañarnos íbamos a casa de mi abuela,
que vivía a una cuadra y media de la nuestra. Allí había agua
caliente y fría. Fluía de las canillas, no de los techos, y de una
ducha que a mí me parecía igual a las de las películas. Cuando
salía de la escuela, al mediodía, mi madre o mi hermano me
llevaban a la casa de mi abuela, donde almorzaba y pasaba las tardes
mirando novelas en la televisión desde la 1 hasta las 7. A esa hora
mi mamá, que era docente y sindicalista, pasaba a buscarme. Lo que
más me gustaba, además de ver novelas era ir al otrolado
con mi abuela.
Hasta los 8 o 9 años, creía que ese lugar al que me gustaba ir,
que quedaba también en Bernal, pero cruzando las vías, y que
familiarmente se anunciaba con un "vamos al otro lado",
era un sitio que se llamaba Otrolado,
más
divertido y atractivo que el mío. El mío también se llamaba Bernal
Este, porque limitaba con el inmenso Río de la Plata, al Este de la
Argentina, pero a esas edades tempranas los puntos cardinales eran un
misterio insondable para mí.
A
mis 8 años nos mudamos a una casa ubicada en Bernal Oeste, y ahí
terminé de entender que otrolado
era el otro lado de las vías, donde estaba el centro de Bernal al
que me gustaba ir porque había negocios y paseos que de mi lado no
existían, y mi abuela siempre me compraba alguna chuchería. . El
este y al oeste se configuraban con respecto al Río de la Plata, y a
las vías del tren. De mi lado había bonitas casas bajas, con
pequeños jardines y calles tranquilas. En ese Barrio Parque, mi casa
era una excepción, una especie de injerto de otras épocas, medio
venido abajo y harapiento en medio de un barrio encantador: no solo
entraba agua cuando llovía en vez de salir de las canillas, sino que
también circulaban algunas ratas por allí, paseando por sus techos
antiguos, y en vez de puertas teníamos cortinas. Sin embargo, amaba
esa casa, supongo que por cierto olor a tuco dominguero, por el
recuerdo de fuentes gigantes llenas de frappe, una delicia romana que
mi padre preparaba algunos días elegidos, y porque allí mi vida era
jugar con las niñas de abajo, más pequeñas que yo, y intentar que
mi hermano me dejara participar en sus juegos de guerra con sus
amigos, donde siempre salía malherida, pero donde siempre intentaba
volver a intentarlo.
El
centro de Bernal constaba de una cuadra que nacía en la estación de
tren, y duraba exactamente cien metros, hasta encontrarse con la
calle Belgrano. En las cuatro esquinas de 9 de julio y Belgrano
estaban la farmacia más importante, donde pesaba mis entonces pocos
kilos, la panadería, la zapatería y la casa de electrodomésticos.
Hacia el sur había algunos negocios de ropa, como Edu
Sport,
donde mi madre me compraba prendas básicas sin gracia alguna; la
verdulería y carnicería; el Correo; el Banco Provincia donde
cobraba su sueldo de maestra y el zapatero. Hacia el norte había una
galería con algunos negocios de ropa, una mercería, la casa de
fotografía donde todos los niños y niñas de Bernal posábamos para
que luego nos colorearan los cachetes y nos pintaran los labios de
más rojos y los ojos de más brillantes, y poco más.
A
los 8 años, cuando nos mudamos a una casa con agua en cada una de
sus canillas, y patio, y terraza, y un cuarto con puerta para mí
sola, a unas siete cuadras de la estación del tren, entendí que el
otrolado
es
un lugar incierto, que depende del lugar donde una esté parada, y
que a partir de entonces, si decía "voy al otro lado", en
realidad estaría indicando que iba al barrio de mi primera infancia.
Sin embargo, jamás uso esa expresión para ninguna otra referencia
que no sea la de origen: el otrolado
fue siempre el imaginado en mi niñez, el que despertaba el deseo de
cruzar fronteras y descubrir nuevos mundos.
Quilmes,
1975-1979
Bernal está separado de Quilmes por
una estación de tren, y en mi vida, por el pasaje de la niñez a la
adolescencia. En 1975 comencé la escuela secundaria, y cada día
tenía que caminar tres cuadras hasta una avenida paralela a las
vías, tomar el colectivo 98 rogando encontrarme con el chico que me
gustaba y desencontrarme con el que me resultaba pesado, y viajar
hasta Quilmes, donde estaba mi escuela, y donde vivían la mayoría
de mis nuevas amigas. El mundo se ensanchó, y mis viajes en tren
ahora se iniciaban en dos estaciones: la de Bernal, si eran en
familia (pocos, a decir verdad) y la de Quilmes, cabecera del
partido, cuando era sola o con amigos y amigas. Los quilmeños y
quilmeñas, nos dicen los nacidos en otros sitios, somos un poco
fanáticos de nuestro terruño. Puede ser. Quizá, aún los que somos
descendientes de italianos y españoles, los que, como suele decirse,
venimos de los barcos, nos sintamos deudores del coraje de nuestros
antepasados nativos, los indios Kilmes. La historia que nos
enorgullece habla de una comunidad que vivía en la provincia de
Tucumán, en el noroeste del entonces virreinato del Río de la
Plata, y que enfrentó con determinación a los conquistadores que
venían del otro lado del mundo, con ansias de ocupación, con otros
dioses y otra cultura impuesta por la fuerza. Los Kilmes resistieron
con lo que tenían. Hasta que los sitiaron, y les impidieron el
acceso al agua. Sin agua, fueron vencidos. Y luego, para completar
el exterminio, los llevaron caminando desde aquel lugar hacia el sur,
hasta llegar al Quilmes actual. En el camino, miles murieron por el
cansancio, la sed y los golpes. La grafía de ese pueblo valiente
pasó de la K a la Q y ese fue el origen de la ciudad donde nací.
Nos enorgullece también haber
repelido desde la costa quilmeña al invasor inglés, en los
comienzos del siglo XIX, una década antes de declararnos
definitivamente independientes.
Quilmes
es una ciudad futbolera, cervecera y ferroviaria. Quienes nacimos
allí tenemos un poco de nuestro corazón, sino todo, con el Quilmes
Athletic Club, el más antiguo club de fútbol de la Argentina;
tomamos cerveza Quilmes desde que tenemos memoria alcohólica, y
viajamos solos y solas en sus trenes desde los 13 o 14 años, para
visitar a la familia que vive en alguna localida vecina, para ir a
bailar, o al club, o al Museo de Ciencias Naturales de La Plata, o a
la cancha, o para ir alcentro.
Como
el otrolado
era mi lugar de fantasía a en la primera infancia, la adolescencia
comenzó a construirse viajando alcentro.
El centro, en realidad, era y es la Capital Federal. Allí nos
encontrábamos con los cines, las librerías, los bares y las calles
por donde deambular estrenando nuestra adolescencia. Había peligros,
también. Un imbécil que se divertía mostrando su pene a las niñas.
Oficinistas que alargaban sus manos impúdicas para tocarnos.
Teníamos un mantra, que nos repetíamos: nunca viajar en un vagón
vacío, no sentarse adelante de un tipo solo, buscar vagones donde
haya mujeres, sentarse siempre del lado del pasillo, si vamos solas,
para salir corriendo más fácil...Alguna llegada tarde a casa se
justificó contando una razzia. En los días y noches de la dictadura
impuesta en marzo de 1976, la más feroz que se desplegó en la
Argentina, era habitual que jóvenes soldados conscriptos, armados
hasta los dientes, se apostaran en las estaciones de trenes al mando
de sus jefes militares, y revisaran a todos los que les resultaran
sospechosos por jóvenes, o por temerosos, o por parecer desafiantes.
Eran días de terror, y los vivíamos, quienes éramos un poco más
jóvenes, con cierta inconciencia. Luego, mucho después, sabríamos
que solo por el azar caprichoso de la suerte, no había sido uno de
nosotros un caído y desaparecido para siempre en esas razzias de
estación.
Retiro,
diciembre de 1976
Volvíamos del primero de los tres
campamentos escolares a los que fui en mi vida. El sitio se llamaba
Las Juntas, y estaba en la provincia de Catamarca, en el límite con
Tucumán. El mejor, el más maravilloso de los campamentos, donde
hice amistades entrañables, en el que tomé aguardiente de una
botella clandestina, donde forcé mis piernas para subir por sitios
escarpados e inaccesibles, donde me enamoré por años de un chico de
quinto año, yo que pasaba a tercero, donde comencé a forjar mi amor
por la escritura y las crónicas, colándome con los más grandes en
la revista de la escuela. Volvíamos en tren desde Catamarca después
de casi un día de viaje, y cuando llegamos a la estación Retiro nos
trepamos a los portaequipajes para que nuestros familiares no
pudieran vernos. El tren ingresó lento a la estación, nosotros y
nosotras acostados allí arriba, en un espacio mínimo y riéndonos
en silencio, nuestros padres y madres asomándose impacientes,
nuestros gritos, los suyos, algún reto. Mi madre, apurada porque los
baños habían cerrado y venía aguantándose desde hacía un largo
rato, la vuelta a Quilmes, veinte kilómetros al sur en un tren a
esas horas desierto, pero la niña adolescente allí, peleando contra
el apuro materno, prolongando esos días felices en abrazos,
intercambio de teléfonos, entrega de recuerdos y promesas de amistad
eterna.
Constitución,
junio de 1978
¡¡¡Argentina campeón!!! El Mundial
de Fútbol se jugó en casa, y el seleccionado argentino salió
campeón. Los debates acerca de si era legítimo festejar un triunfo
futbolero en el marco de una dictadura feroz nos eran ajenos en ese
momento: después del último gol solo queríamos salir a festejar,
encontrarnos con otros miles. En tiempos de silencio y miedo -una de
las consignas de la dictadura, pretendidamente cuidadosas de nuestro
sistema, era "El silencio es salud"-, juntarse con otros y
otras para festejar era algo que no se podía despreciar. Tenía 14
años. En febrero de ese año me había afiliado a la Federación
Juvenil Comunista, y aunque participaba activamente de esos debates
en la escuela y en mi casa, solo quería salir a gritar y saltar con
el resto. Le rogué a mi hermano que me llevara a los festejos,
tanto hasta que al final accedió, y no sin resistir un rato, mi
padre me dejó ir con él. Grave error. Salvé mi vida varias veces,
de sucesivos peligros. El primero, cuando casi me caigo del tren,
repleto de fanáticos que viajaban como nosotros al centro, para
juntarse a cantar y saltar en el Obelisco, el punto de convocatoria
de cada victoria futbolera. Tomamos el tren en Bernal, y ya venía
repleto desde La Plata. En cada estación (Don Bosco, Wilde, Villa
Domínico, Sarandí, Avellaneda, Hipólito Yrigoyen, Constitución,
fin del recorrido. Letanía de las estaciones que se suceden y son
memoria...) subían cientos de fanáticos más, y el tren no se
expandía, por lo que los y sobre todo las más débiles íbamos
siendo empujados de un lado al otro, hasta quedar peligrosamente
cerca de caer a las vías. La segunda, cuando casi me aplastan contra
la reja que cerraba una estación de subte. La tercera, de susto y
desesperación, cuando me perdí de mi hermano entre cientos de miles
de personas.
La
Plata, enero a junio de 1980
Tenía
que hacer el curso de ingreso en la Universidad Nacional de La Plata
para ingresar a la Carrera de Periodismo, que solo se cursaba allí.
Mis padres se habían separado, mi hermano se había casado, y mi
madre y yo compartíamos un departamento frente a la plaza de la
Estación de Quilmes. Desde el piso 11 veía llegar y salir los
trenes. Cada mañana me levantaba a las 5, o 5.30, casi sin desayunar
cruzaba corriendo la plaza y me trepaba al tren que una hora y media
después me depositaba en La Plata, la ciudad universitaria repleta
de estudiantes de todo el país y de Latinoamérica, una de las más
castigadas por la represión militar. Las clases terminaban al
mediodía, tiempo suficiente como para comer algo con mis compañeros
de curso, tomar un taxi compartido entre cuatro hasta la estación
del tren, y viajar hasta Bernal, donde trabajaba de 15 a 21 en una
biblioteca pública. Jugábamos a las cartas en esos viajes en tren
interminables, o resolvíamos juegos de ingenio que venían en el
diario que nos pasábamos de mano en mano. A veces me dormía
agotada, hasta que alguien me avisaba...
llegaste
nena, despertate!
Entonces me bajaba en la estación de Bernal, caminaba a paso rápido
tres cuadras hasta la casa de mi abuela, comía sus delicias
sencillas, veía un rato la novela, y partía para la biblioteca, que
quedaba a pocas cuadras de la estación de tren, pero del otro lado.
Otra vez, como cuando era niña, el recorrido era desde un lado hacia
el otro lado de las vías.
Constitución-Ingeniero
Jacobacci, enero de 1982
Primer viaje de mochilera con mi amiga
Graciela. Casi un día en tren, hacia el sur, con destino final en el
Parque Nacional Los Alerces. Llevamos mochilas cargadas de latas de
tomates, porotos, garbanzos, lentejas y arvejas. Frascos de champúes
y acondicionadores, cremas para la cara y el cuerpo, mermeladas y
aceitunas. Paquetes de yerba, azúcar, café, lentejas, fideos,
arroz, galletitas dulces y saladas. Libros a granel. Cuadernos para
escribir nuestros recuerdos. Mapas, calentadores, ollas, platos,
sartenes, pavas, termos,, mates y bombillas. Ropa de verano e
invierno. Y, por supuesto, una carpa y las bolsas de dormir. La
carpa, prestada por mi amigo Gustavo, pesaba toneladas. Era una de
las que usaban los militares, de tela gruesa, incómoda de cargar.
Caminábamos encorvadas bajo el peso de nuestras mochilas. Mi madre
recuerda esa imagen cada vez que nos ve juntas. Parecían hormiguitas
caminando por la estación, no podían ni subir al tren, dice riendo
a carcajadas. A lo largo de ese viaje maravilloso, nuestras mochilas
se fueron vaciando, y encontraríamos amigos y amores con quienes
compartir la carga, pero eso no lo sabíamos ese enero del '82, poco
antes de que una guerra absurda volviera a llevarse a jóvenes de mi
edad, en un sur más al sur del que nosotras disfrutaríamos esas
vacaciones.
Barcelona-Roma,
junio de 1990
La amiga mochilera ahora vivía en
Barcelona. En febrero había fallecido mi padre. Arrasada por la
tristeza, vendí unos pocos objetos de oro, recuerdos de mi infancia,
y compré un pasaje. Me enamoré de y en Barcelona, pero igual decidí
cumplir con uno de los objetivos de mi viaje: ir a ver el sitio donde
había nacido mi padre, y de paso conocer otros lados. Me subí a
varios trenes antes de llegar a Roma. Antes pasé por Toulouse,
París, Milán, mirando con fascinación desde la ventanilla... Se
jugaba otro Mundial, y esta vez lo viví de visitante, sufriendo sola
en un bar milanés las definiciones por penales, y festejando como
loca cuando Argentina llegó a semifinales, tocando bocina por las
calles de Roma con mi primo Tito, a la sazón funcionario de la
Embajada argentina. Me sentía dueña del mundo con mi Eurail Pass y
las innumerables combinaciones que podía hacer. Un día estaba en
Venecia, y lloraba emocionada ante tanta belleza. Otro día llegaba a
Florencia, y de nuevo la emoción y el asombro que me llenaba los
ojos. Caminando por Roma, me veía y veía los rasgos de mi familia
en romanos y romanas. Pero siempre sentía la urgencia de volver,
porque en Barcelona me esperaba mi amor recién estrenado. Los trenes
en los que iba y venía -limpios, puntuales, ¡donde se podía hasta
dormir!- me resultaban un lujo increíble, pero aún allí,
disfrutando de sus comodidades y encantos, también extrañaba mis
trenes, mis combinaciones conocidas: Quilmes-La Plata, Quilmes-
Constitución. En 1990, hija de inmigrantes italianos perseguidos por
el fascismo, eternos nostálgicos de la patria lejana, comencé a
sentir por primera vez en carne propia lo que significa querer estar
en varios lugares al mismo tiempo, extrañar uno cuando se está en
el otro, dividir el cuerpo y el corazón, y confirmar que nunca, pero
nunca, todo lo que se ama está de un solo lado.
Ramal
que para, ramal que cierra, 1992
Alguna
vez, en la Argentina fue presidente un hombre que hizo campaña
prometiendo que con él llegaría la Revolución
Productiva.
Dos años después, frente a una medida de fuerza de trabajadores
ferroviarios, dijo una frase lapidaria "ramal que para, ramal
que cierra". Y así comenzó un genocidio social: esa promesa sí
la cumplió, y entonces se cerraron ramales, y los trenes ya no
llegaron a destino. Y los pueblos por donde pasaban, se fueron
apagando. Y los trabajadores fueron echados, y con el trabajo
perdieron su identidad, su orgullo de ser ferroviarios, sus espacios
de encuentro colectivo, de lucha y de proyectos compartidos. Con las
indemnizaciones algunos se compraron un auto, y trabajaron de
choferes particulares. Otros instalaron tristes negocios donde no se
hallaron nunca. Lo suyo eran los rieles, los ambos lados de las vías,
las sirenas, el paisaje que nunca es el mismo. Las estaciones de tren
se transformaron en centros culturales o en museos tristes. No
mostraban un pasado para hacer posible hablar del presente, sino que
mostraban lo que había sido, y por una decisión política inhumana
y cruel, había dejado de ser. Trabajadores y viajeros debieron
resignarse a ser otros en sus viajes y sus vidas. La tierra arrasada
y la tristeza cubrieron de polvo las viejas estaciones de tren,
silenciadas para siempre. Decenas de pueblos desaparecieron, como
años antes habían desaparecido miles de personas en mi país
inclemente.
Vuelve
el tren, 2014
Un día leímos la noticia de que se
restablecería un ramal, desde una ciudad importante hacia la otra.
Después, llegaron vagones nuevos desde China. Preferiríamos que los
hicieran nuestros trabajadores, pero la alegría de ver que un ramal
muerto cobra vida, y que aquel destino borrado vuelve a estar en un
mapa, y que otra vez hay ferroviarios en lucha, nos conforma. Los
años de abandono y desidia se cobraron vidas, de modo directo, con
tragedias ferroviarias, o de modo indirecto, con las muertes por
accidentes en las rutas, repletas de autos y camiones, insuficientes
para que por allí circule todo lo que los trenes no llevan, personas
y carga.
De a poco, sin embargo, el tren
vuelve. El hijo que tengo, que nació en 1992, el mismo año en que
el presidente destructor de trenes pronunció su frase criminal, hizo
su viaje iniciático al norte, allí mismo donde nacieron los Kilmes,
en 2010, a sus 18 años.
Mi
vida está asociada a los trenes. Los que usé y en los que canté,
jugué, amé, besé, lloré, escribí. Los que me llevaron a conocer
sitios de los que volví cargada de recuerdos, amor compartido,
música en el aire. Volver al tren es hacer un viaje con otros y
otras, juntar las monedas para ir al vagón comedor, o esperar al
señor que pasa con los sánguches de jamón y queso. Bajar en una
estación y quedarse allí, visitando un lugar desconocido, entender
los lados del mundo de modo cercano y accesible. En esa esperanza de
vuelta al tren estamos, allá, en mi país, al otrolado
del
Atlántico.
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