sábado, 10 de junio de 2017

ZEBALLOS Y GUIDO SPANO

Esta casa, la de Zeballos 213, esquina Guido Spano, en Bernal Oeste, fue la de parte de mi infancia y adolescencia. Allí viví entre los 9 y los 16 años.
Tenía un portón, sobre Guido Spano, que daba a un garage que usábamos como patio porque no teníamos auto. Allí había un arbolito, del que yo me agarraba y daba vueltas con mi bici. El arbolito en realidad era una Santa Rita, que en verano crecía espléndida y caía sobre la calle.
También había viejas estanterías de madera donde mi madre guardaba miles de hojas de revistas varias, con notas sobre todo lo que hay en el mundo, que se humedecían y se iban pudriendo. En ese patio había un cuartito con un baño diminuto, que cuando nos mudamos allí se le asignó a mi hermano. A mí me fascinaba ese lugar, donde se reunía con sus compañeros de la Fede: era como una casa propia, con llave y todo. Cuando no estaba, a veces se lo usurpaba. Cuando estaba, le llevaba las pavas de agua caliente para que mateara con los compañeros.
En ese cuarto mi hermano me afilió a la Fede, allí recibí mi primer carné con la imagen o una frase de Jorge Calvo.
Cuando nos mudamos a esa casa yo abría y cerraba las canillas de la cocina, asombrada y conmovida de que saliera agua. En la casa anterior, que alquilábamos en Dean Funes 114, también de Bernal, pero del otro lado de las vías, no salía agua de ninguna canilla, solo de una especie de bebedero de caballos que había en el patio. Nosotros vivíamos en un primer piso derruido, con goteras y ratas. El agua caía del techo, no salía de las canillas ni de las duchas. Nos bañábamos en la casa de mi abuela, en Sáenz Peña 120, a cuadra y media.
Mi lugar preferido en la casa de Zeballos era la terraza. Allí conversaba con mi papá, y los días de sol subía con un libro, me sentaba contra una de las parecitas, y leía y leía y leía. A veces también escribía. Mi mejor amiga de ese barrio se llamaba Silvana, y yo estaba muy celosa (como siempre) de otra amiga que tenía ella, cuyo nombre no recuerdo.
Andábamos en bici todo el tiempo.
En esa casa festejé mis 15. Casi toda la comida la hizo mi padre, y se quedó conversando con mis invitadxs hasta la madrugada. Lo amé por ambas cosas.
Empecé a fumar a los 12 sus cigarrillos (Imparciales).
Me enamoré de amigos.
Preparé mi viaje a Panamá, regalo de los 15 de mi abuelo.
Hice el único viaje de vacaciones en familia, a Santa Teresita. Al volver, mi padre y mi madre comenzaron a divorciarse.
Cuando se decidieron, vendieron la casa. Yo pensé que me quedaba con mi papá pero me asignaron a mi madre. Recuerdo el abrazo de mi padre despidiéndose y mi distancia gélida frente a lo que percibía como un abandono.
En esa casa lloré cada día que volvía del colegio, 3er año, muerta de calor y de odio por tener que usar un corsé que me transformaba en una especie de maniquí deforme. Lo aguanté casi un año, hasta que lo tiré. La escoliosis mejoró algo con ese aparato siniestro, no sé cuánto.
Desde esa casa partí a mi primer campamento en Las Juntas, Catamarca, en diciembre de 1976; y al de Unquillo, Cordoba, en febrero de 1978. Tenía 14 y 15 años respectivamente, y fueron fundantes en mi modo de aprender a compartir, a viajar, a defender justas causas (la de mi amiga Norma, a la que pretendían excluir de un campamento "volante", porque caminaba lento, pues entonces no voy, y no va ningunx de nosotrxs, lxs que caminamos un poco más rápido, bueno, está bien, van todxs, ganamos), a reír y a sufrir por amor.
De esa casa salí con mi hermano en junio de ese mismo año, para tomar un tren del que casi me caigo, hasta llegar a Constitución y de ahí al Obelisco, donde casi me aplastan, para festejar el Mundial.
De esa casa salía para la Biblioteca Mariano Moreno, donde después trabajaría; y para la José Manuel Estrada, donde a los 13 años descubrí Rayuela.
Desde esa casa iba a la de mi nonna, en Maipú 580, donde mi tía Luana me enseñó a bordar un domingo en que fui feliz.
Desde esa casa iba cada tarde a la de mi tía Angelita y mi tío Franco, sobre Avellaneda casi Lavalle. Allí siempre había Panchitas para mí, y allí aprendí a perderle el pánico contagiado por mi madre a los perros, cuidando a Rino desde que llegó cachorro.
Desde esa casa caminé cada mañana tres cuadras hasta la Avda. San Martín para tomar el 98 que me llevaba al Normal. Durante 1976 esperaba encontrarme con mi preceptor preferido, Marcelo, para caminar las 6 cuadras juntos desde Yrigoyen y Conesa hasta llegar a la Escuela. Durante 1977, esperaba que viajara mi amigo Gustavo, yo en 3ro., él en 5to.
En esa casa, en el hall de entrada, ponía mis discos de Alta Tensión, y cantaba. O me encerraba en mi cuarto para que mi hermano no me molestara, y leía y escribía mis diarios. Dejaba registro en libretas, agendas y papelitos.
Nada cambió tanto, al fin.



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